ナナメのろうか ITCHAN AND SATCHAN.
Muchos largometrajes, si prescindieran de metraje vacío o intrascendente, podrían convertirse en mediometrajes mucho más eficaces y digeribles. Por el contrario, estos 44 minutos concisos y enérgicos se paladean con la sensación de haber visto un largo, huelen a película al salir del cine en sesión habitual. Y esto me lleva a que normalmente parece que se entiende como cine sólo el formato maxi, amén de que hoy en día cada vez asistimos a la más que frecuente tendencia de películas que superan las dos horas y media.
Cartel original en japonés. Presente en el Festival de San Sebastián y ahora en el de Brive.
Si es fundamental para su desarrollo y entendimiento, puede valer, pero estirar metraje por estirar, me parece insufrible. Un cortometraje o mediometraje también son cine; formato normalmente más orillado de forma injusta, cuando muchas veces esa condensación de ideas, si es brillante, deja una sensación de conjunto y obra completa a la que no le falta un ápice de cine. La capacidad de eludir, elíptica, de condensación, de agarrar en menos minutos me parece un ejercicio a considerar y no por no tener más medios o menos tiempo de rodaje la historia debiera ser menos trascendente.
El director Takayuki Fukata (1988). Japón.
El director japonés da en el clavo –trabajó de ayudante de dirección de Hamaguchi en “La ruleta de la fortuna y la fantasía» (2021)– y deja para el espectador esos momentos flotantes que no vemos en imagen, esa fisicidad de las elipsis de los momentos que descarta haciéndonos “trabajar” un poco en esos intervalos espacio-temporales del pasado que intuimos, pero también del presente que permanecen íntimamente ligados. Una casa que debe vaciarse para una reforma por encontrarse la abuela de dos chicas en una residencia, se formula como el detonante sencillo y a la vez motor de entrada al vórtice del pretérito y la memoria en cada objeto que van apilando en cajas, foto o juguete, sobre todo el del primer plano que vemos en la película de esa canica en un suelo de madera al que observan las hermanas, inmóvil y que no se sabe qué dirección llevará.


Fukata parte de un dato autobiográfico para edificar esta historia fraternal que en un principio se lee como una historia realista, muy calmada, con ecos del cine de Ozu en esos interiores domésticos un tanto angostos en los que los sentimientos personales vibran en cada estancia. Pero el joven director aporta un estilo muy personal y atrayente visualmente que dialoga con nosotros. Ese blanco y negro de la imagen, su formato cuadrado, la forma de ubicar la cámara siempre con la sensación de plano estrecho con profundidad de campo y comprimido por la estancia en sí, pasillo o paredes próximas de la zona exterior que colinda con las adyacentes.

Una puesta en escena muy estática al inicio en la que las dos protagonistas brillan, son el centro, pero también su forma de relacionarse con el medio, con planos secos, detenidos, con una quietud instalada en el vacío de la persona ausente, en lo intangible del recuerdo de sus huellas. Con una sensación de hermetismo y frialdad entre ellas por la presión de esas paredes que parecen juntarse en cada plano.


Sin embargo, lo descubierto en el traslado provoca que las chicas retornen a su mirada infantil jugando, corriendo, haciendo pompas de jabón, compartiendo risas, aunque siempre se percibe una cierta tensión entre ellas, algo que las distancia en su forma de entender la vida. El plano de los objetos rodando escaleras abajo en el sótano anuncia la extrañeza que se va apoderando del film. Un disparo propicia un punto de inflexión en la que la geografía y geometría del hogar se tornan muy confusas, en el que las distancias, a pesar de ser una casa que se intuye pequeña, se alejan, se vuelven kilométricas física y emocionalmente entre las hermanas.
Se buscan en un espacio con esencia laberíntica, infranqueable, deviniendo en una historia claustrofóbica con un tono muy bien hallado. No es suspense puro, no es terror, sino que camina entre la confusión, el aturdimiento, la turbación marcada por una cámara que se mueve, ahora sí, pero lentamente por cada objeto, por cada estancia inconexa, que sigue la luz de una linterna entre la oscuridad, que se detiene con atención en el vuelo de las cortinas del salón provocado por un viento constante que “alumbra” y se cuela inquietantemente en esta segunda parte tan diferente.


Juego de luces y sombras que mantiene el pulso, montaje perturbador, onírico, que consiguen elevar la tensión narrativa a través de sus cuidadas formas plásticas y sugestivas; planos que hablan de la ausencia, lo deshabitado, fotos familiares con una calidez que no volverá; primeros planos de meditación de las chicas en un metraje que termina de forma cíclica con esa canica en el suelo de madera, inmóvil, que se mueve por una casa que late, pero que vuelve a quedarse quieta.