STRANGERS WHEN WE MEET (1960). Richard Quine.
Aconsejar o que te aconsejen grandes películas o libros es uno de los ejercicios más gratificantes que existen. Coincidir en gustos, géneros, escenas y comentar después los sentimientos o pensamientos surgidos propicia conexiones humanas muy especiales y ganas de seguir influyendo en otras personas indefinidamente.
Que llegara a mí por un sabio consejo esta película lo considero un regalo. Me parece que he sido testigo de una forma de narrar una historia muy diferente a lo convencional, con una sabiduría por parte del director poco habitual por lo escabroso del tema en esa época, pero tratada con una serenidad y elegancia que te atrapa desde los primeros compases de esta gran obra maestra. Tan elegante como la gran banda sonora que la acompaña.
Carteles de la época que avisaban de la restricción por edades.
Un plano general nos ubica en un conjunto residencial apacible, silencioso, a la hora de llevar a los niños al colegio. No ha transcurrido ni un minuto y ya, antes del título, se nos presenta de forma natural a los dos personajes epicentro del relato. Y ya observamos cómo Larry (Kirk Douglas), un apuesto arquitecto, queda impactado por la visión de la etérea ama de casa Margaret (Kim Novak), que acaba de incorporarse al vecindario. Quine ha ido al grano, le interesa pronto centrar su atención en el motor que hace girar esta ácida crítica a la sociedad americana de clase alta, a la que nos describe viviendo como en una suerte de endogamia clasista, aislada en su burbuja de perfectos matrimonios, hijos perfectos, jardines bien cuidados y casas elegantes.

Un golpe directo al “American way of life”, a lo idealizado de su estructura social y las cualidades que tanto exportan. No existe de forma premeditada ni una sola referencia al exterior, el relato se circunscribe a esa paradisíaca residencia y habitantes que me lleva a la magnífica “The Truman Show” (1998), por describir tan acertadamente la aparente felicidad de las familias, pero cargadas de la más feroz hipocresía de la que hacen gala para conservar una imagen idílica con pies de barro.
Larry y su mujer.
Estos personajes destinados a encontrarse debajo de una aparente armonía esconden frustraciones, una monotonía asfixiante y una pérdida de pasión entre los cónyuges que les lleva a buscar fuera un soplo de aire fresco. Larry va directo a su objetivo, ella se resiste al principio, pero la tensión aumenta y precipita el encuentro con unos diálogos directos, cargados de intensidad acordes a la primera cita apartada en la playa, en la que la fuerza de las olas que observan por la ventana golpea no sólo los cimientos del local.


Los diálogos de Evan Hunter, una adaptación de su novela, son fundamentales en la película. Inteligentes, irónicos en cada personaje que desfila y se relaciona con la pareja. Pero también los silencios, las miradas que hablan por sí mismas. Cada una de las personas que salen podría constituir, si se desarrollara más su historia, otra película, por la cantidad de matices que albergan y por lo que nos cuentan: el escritor vanidoso que se debate entre el triunfo, el dinero o escribir realmente lo que le apasiona y que desea que el arquitecto le construya una mansión espectacular; la madre de Margaret, una fría señora atractiva que reprocha a su hija casada que cuándo se va a enamorar de verdad, como le pasó a ella dentro del matrimonio, escandalizándola, pero dando justo en el centro de flotación con suma habilidad; el vecino odioso, charlatán, envidioso, interpretado magistralmente por Walter Matthau, en un registro muy distinto; los amigos de la fiesta organizada en casa con conversaciones insustanciales, que no hacen sino exhibir su falta de compromiso social y un pestilente matrimonio con el dinero y la ambición profesional.



El director demuestra naturalidad en su planteamiento, no pretende crear un drama en el que los primeros planos sean abundantes o el montaje sea demasiado intenso, sino que su cámara se pasea tranquilamente por el escenario, ofreciéndonos esta pasional historia de adulterio entre la sensual, sin pretenderlo, Maggie, presa de su físico y de un marido indolente y frío y el insatisfecho arquitecto Larry, que encuentra en esta relación y el diseño de la casa del escritor una inyección de vitalidad y creatividad sin precedentes.


Quine ofrece maestría en la puesta en escena, creando planos picados de ella y su marido, que acentúan su vulnerabilidad y el inicio de la infidelidad; hay otro genial como el plano detalle de la boca de ella y él en profundidad que escucha una amarga confesión muy logrado; el travelling que observa a Larry y su jefe de forma escondida entre los árboles del jardín en la fiesta y que de repente se acerca a las caras para hacernos partícipes del giro del relato al ser tentado con un puesto de trabajo muy ambicioso es excelente, así como la aparición de Novak con su marido por la puerta principal en esta fiesta en profundidad de campo, mientras el arquitecto, que está lejos en la zona de barbacoa, los observa. La escena en la que Maggie entra a la habitación del matrimonio observando amargamente camas juntas, no como las suyas, los muebles, la intimidad, no hacen sino demostrarle la dificultad por la que atraviesa su furtiva relación.



El uso del color es fundamental, recurriendo al rojo del vestuario en la camisa de ella en su primer contacto cuando ya demuestran acercamiento y química nada más conocerse, así como en la chaqueta de él cuando insiste tanto en dar un paso más y tener una primera cita. El vestido rojo de ella fabuloso en el bar crea la complicidad evidente y su consentimiento en este juego de seducción tan serio.
Posteriormente el blanco aparece en varias ocasiones, apartando las faldas apretadas de ella y dando con un vestido de corte evasé y espalda al aire, el equilibrio entre culpa y sensualidad en el encuentro furtivo del despacho de él.
El color blanco del albornoz de la inteligente mujer de Larry, que sabe todo y que da apariencia de pureza y fragilidad ante la horrible escena con su vecino. Y definitivamente, la evolución en el vestir de Maggie en la escena final en la que otro vestido blanco más recatado, zapatos del mismo color y chaqueta azul celeste corta le privan de casi toda su sensualidad, demostrando alma, amor, respeto y resignación. Vestuario con costuras muy finas, que se rompen como la vida de estos seres insatisfechos, que se debaten entre la comodidad que proporciona la institución familiar y el dinero o el amor apasionado.



Es muy destacable la actuación de Kirk Douglas, que en esta ocasión demuestra su gran capacidad interpretativa, presumiendo de un papel contenido, muy medido, expresando más en su mirada sus pulsiones y carencias y sin dar rienda suelta a la retórica para la seducción, sino con un lenguaje directo y eficaz. Kim Novak está espléndida metida en la piel de ama de casa adormilada, pero sensual y con apetencias. La cámara la quiere, lo sabe y explota con esos planos de su espalda y caminar su lado irresistible para los hombres.


Como también es muy destacable el proyecto de arquitectura de Larry, una casa que se convierte en un personaje más, que crece a la par que su relación a escondidas, que se materializa con su construcción, que se arriesga como lo hace la mansión final que se asoma imponente y deslumbrante desde la colina. Un símbolo muy original de esta relación clandestina que hace sentir vivo al arquitecto y con una creatividad fabulosa impulsada por su musa. Comenta ella en la escena final: “El dueño (escritor) no sabe que en realidad esta casa es nuestra”, mientras pasean por la decoración de estilo oriental y un diseño maravilloso. La vida impone a veces decisiones muy difíciles, imposibles de resolver de la forma más acertada.


Y si la construcción resulta una metáfora para ellos dos, me permito también en esos términos terminar añadiendo que Richard Quine construye un historia incómoda para la época y país que dinamita los cimientos de su sociedad, no intenta pintar las fachadas de apariencia de esa clase alta que se define por sí sola y separa con paredes muy delgadas a cada familia, que se complace y contagia de una vida muy similar basada en la hipocresía y valores muy superficiales. Cada una con un sótano lleno de miserias, tristeza, ambición y relaciones de pareja mecánicas y automáticas.
Muchas gracias!