INDIA, ETERNA.
Recorrido por el viaje cinematográfico de David Varela Álvarez
Algo tendrá este país que no sólo los autóctonos como Satyajit Ray expusieron al mundo su realidad, su estética, entre una mágica y melancólica visión, con la belleza de la miseria fundida en un paisaje sin igual. Si Renoir, Rossellini, Gardner o el más cercano García-Pelayo sucumbieron a su encanto, también lo hizo hace unos años
David Varela –que, por cierto, dedica en la sección propia de la
plataforma PLAT un espacio para el director francés en el que leemos su frase: “El director hace sólo una película en su vida. Después la rompe en pedazos y vuelve a hacerla de nuevo (J. Renoir)»– director al que conocía únicamente por la excelente “Un cielo impasible”, que vino a mi tierra de adopción al Festival Alcances y se llevó el premio del público y una mención, entre otros galardones en diferentes festivales.
David Varela viajó en varias ocasiones a la India por motivaciones alejadas del cine en sí, por un interés personal y religioso, llevando apenas un guion de medio folio y un libro de Chantal Maillard como inspiración, llamado “Diarios Indios», escrito unos años antes y que desataría una estrecha colaboración entre la poeta y filósofa y él, que concluiría en una adaptación al teatro con las experiencias de ambos un tiempo después.

En una conversación con David le pregunté que me aconsejara algunas películas suyas, algo complicado para el autor priorizar sus trabajos, aconsejar sobre sí mismo, pero se decidió por esta etapa más espiritual en su carrera y que desde luego me ha parecido muy interesante. He podido ver en la plataforma independiente PLAT por este orden: “El último retrato” (2011), “Yo soy otro” (2016), “Soledades” (2011) y “Banaras Me” (2010), ocurriendo algo que me satisface muchísimo y es relacionar unos trabajos con otros de distintas etapas de diferentes directores para complementar. La cinefilia no puede ser encorsetada, no ocupa espacio y siempre está abierta a conocer proyectos que esperan su momento y llegan para abrir otra puerta al conocimiento. Leer los créditos finales de “Yo soy otro” me llevó a
“Forest of bliss” (1986), de Robert Gardner, -que me comenta David Varela que no vio antes de terminar Banaras Me»- y que disfruté ayer, dejándome un sentimiento agridulce por ese documental sin subtítulos, que se mueve entre un estudio antropológico y etnográfico que no elude escenas más crudas con animales y personas. Un reflejo de lo que la ciudad de Benarés y el Ganges contiene en su pulso diario y que era susceptible de ser rodado.


Dos fotogramas de «Soledades».
El final del documental de Gardner con esas barcas entre la niebla y ese ruido acompasado de sus remos me llevaron de inmediato al inicio de “El último retrato”, con esa espesa bruma que ocupa buena parte del metraje del corto con ese chico (que también sale en el largometraje “Banaras Me”) que transporta a un pintor muy abrigado, con la única banda sonora del rumor tenue de los remos en el agua constantes, disfrazado de mantra hipnótico entre el aturdimiento al alba hasta que sale el sol, obervando un ritual funerario y al mismo pintor parado dibujando tan triste y a la vez divina escena con el cadáver al lado del río camino del nirvana.
Tres fotogramas de «El último retrato».
El director español rueda en sus cortos desde una barcaza con planos secuencia dilatados, vuelve a los mismos lugares en sus diferentes trabajos porque, según argumenta, le interesa manipular las imágenes en distintos contextos para definir mejor su misterio, su origen, difícil de conseguir a la primera. Nos pasea por el río Ganges, centro neurálgico, espiritual, económico y purificador de los habitantes de Benarés, ciudad espiritual más importante del país y centro de peregrinaje para los ancianos que se hacinan para esperar sus especiales rituales funerarios con o sin cremación.
Dos fotogramas de «Yo soy otro».
Su cine mira aparentemente en la distancia, pero conecta perfectamente con la idiosincrasia de la ciudad y nos atrapa en ese paseo nocturno de “Yo soy otro” por el río sagrado paralelo a esa antigua arquitectura casi derruida que parece derramarse sobre el agua y sobre esas escalinatas para hacer las abluciones y limpiezas personales llamadas “Ghats”, donde se agolpan los habitantes ajenos a la mirada de David. Una ciudad milenaria que renace en ese amanecer fluvial que se funde con imágenes antiguas del mismo paraje de un puente sobre el río, que me hubiera encantado haber conocido para mi artículo sobre ese tema de este verano, pero que ahora disfruto por esa coreografía cadenciosa de los remos y del ir y venir de las personas en la orilla de una Benarés (Varanasi, Khasi, Banarás), mientras escuchamos un homenaje a Satyajit Ray con diálogos de su película “Aparajito”.

Todas reunidas en un mismo espacio con una melancólica decadencia suspendida en el tiempo, con atmósfera gris, como aletargada en el curso de un río con aspecto contaminado, pero vital y purificador donde verter la vida y la muerte, que conviven a diario sin alteración, ni drama. Como dice Chantal Maillard: “nadie muere en Benarés, se suspenden los rituales trágicos…” y que David expone con su singular cine documental en bellas imágenes de sus templos el impacto que le causó el país, difícil de explicar verbalmente y al que hace justicia con su cámara. Rodar a tiempo real la salida del sol mientras trabajan unos pescadores en “Soledades” es una experiencia altamente sugestiva, magnética en el sentimiento de ausencia, de melancolía.
Soledades.
Y el director complementa a la perfección el documental de Gardner con «Banaras Me» (en Benarés, con ese significado de adentrarse en) penetrando ahora sí de lleno en la ciudad durante un año, captando su esencia, pero huyendo de la vorágine de la modernidad, de las calles inundadas de tráfico, sino siendo testigo del quehacer diario a orillas del río, en sus angostas callejuelas, de las celebraciones religiosas, de sus vivos colores, del fuego, de miserables y a la vez dignos espacios donde dormir, de las abluciones, rituales varios en sus cambios físicos y climatológicos en cada estación. Hasta de espacios singulares donde realizar ejercicio.
Tres fotogramas de «Banaras Me».
Toda una sinfonía de ciudad de esas que inundaron los primeros años del cine y que tuvieron tanta aceptación, pero en pleno s. XXI, rodado con intuición, de forma casi espontánea, dejándose llevar por el pulso diario de ciudades que no descansan y que siempre ofrecen espacios o historias que rodar y contar, vivas, latentes, de ceremonias ancestrales que se perpetúan, de un pasado fusionado con el presente con la fuerza del recuerdo de esos más de mil templos que las jalonan, herederos de lo atávico y perpetuo. Un montaje que de tan ambicioso y lleno de estímulos subió a cuatro horas, que se vieron reducidas a dos y posteriormente a 95 minutos que recogen de forma muy acertada el fluir vital urbano. Tan clave en la trayectoria del director, que desembocaría en otros proyectos y en el rodaje de otro corto con la entrevista de Samuel Alarcón sobre ella.
Banaras Me.
Cine que denota la inspiración y embrujo que genera ese país a todo aquel cineasta que lo pisa y del que volverá cambiado tras un proceso de metamorfosis inducido por la fuerza del medio y lo espiritual ligado a lo histórico y que no tendrá más salida que explicar pictóricamente las razones del hechizo.
Banaras Me.