Madurar duele. NOTAS SOBRE UN VERANO (2023), de Diego Llorente.
Madurar duele. NOTAS SOBRE UN VERANO (2023). Diego Llorente.
ENLACE AL TEXTO EN LA REVISTA CULTURAL AMANECE METRÓPOLIS
Tomar como
punto de partida la sencillez, poniendo el foco sobre episodios vitales que no
van a pasar a la historia por su fatum insalvable o una complejidad
existencial abrumadora, no tiene por qué traducirse en resultados
insignificantes. Muy al contrario, conseguir trascender despegando desde lo
cotidiano, lo real y conocido no resulta fácil, pero el director lo logra con
creces. De poder pasar sin pena ni gloria como un producto inane de esos que
quedan sepultados para siempre por su incapacidad de sorprender y que terminan
por zozobrar entre lugares comunes mil veces visitados, esta historia sale a
flote con pericia. Levanta el vuelo poco a poco, su calma y su tempo lento van
captándote con la belleza instalada en lo natural. Partiendo de planos nada impostados,
ni rebuscados –pero que tienen la capacidad de transmitir en los segundos que
duran de forma callada y elocuente a la vez, válgame el oxímoron–
posteriormente vamos obteniendo información a través de la locuacidad de la
joven Marta sobre su relación –parece que consolidada con Leo– y su inminente
vida juntos con ensayos de convivencia previos.
Diego Llorente
(Asturias, 1984) perfecciona en ésta la relación de pareja, los altibajos por
los que se pasa, las dudas y las formas en que difieren las miradas de cada
miembro, con respecto a su ópera prima, “Estos días” (2014). Glosa las aristas
de la vida en común de la juventud, las diferencias de carácter, el paso a la
madurez, o las dificultades económicas para subsistir en Madrid padeciendo
precios desorbitados y sueldos paupérrimos en trabajos creativos o de becaria
en la Universidad, obligando a un sobresueldo que amortigüe la precariedad.
El director
muestra pinceladas sobre la inestabilidad emocional de Marta en cuanto a su
presente y futuro inmediato. Esa postura cifótica e insegura sentada en el
borde de una piscina –con todas las calles delante que le instan a elegir entre
las paralelas y diferentes sendas estivales que se presentan–, habla de una
incertidumbre ante el próximo viaje a Gijón, su tierra natal. No vemos su
rostro, lo hacemos a través de sus ojos, pero sí contemplamos la dirección en
que ella mira, que no se acaba al final de la piscina donde trabaja, sino que
seguramente está en el hogar familiar, en sus paisajes, en lo que dejó atrás.
Percibimos detalles que nos avisan de lo paralizado de su estado mental en esas
rayas del jersey estática ante el metro, de una pequeña falta de conexión entre
los dos por la posición de los cuerpos opuesta en la ventana de la cocina y
acompañamos la melancolía de su mirada perdida en el tren.
La joven desea
ir a Asturias, lo expresa en una cena con amigas y con su novio Leo, que tiene
que quedarse solo en Madrid y casi no tendrá vacaciones. La relación entre
ellos no está nivelada; mientras él la mira y admira constantemente, la
necesita, ella rehúye la intimidad antes de la despedida porque ya no está allí
con él. Sus pensamientos han escapado y buscan algo a qué aferrarse, sin saber
a qué exactamente. El paréntesis del verano, la ruptura con la monotonía, con
las clases en la Facultad, constituyen un momento de liberación y de salir
impune ante hechos que en la cotidianidad de Madrid no surgirían. Marta anhela
reencontrarse con su adolescencia, con su familia, sus amigas de siempre, pero
desprende una especie de vacío e insatisfacción. Necesita un aliciente, busca
su sitio como el que falta para rellenar el hueco en la composición de cuadros
de su habitación, sintiéndose el que está descolocado. Quiere reconocerse en
los libros que dejó en su estantería, retomar su pasión por el dibujo que abandonó
en la capital y que la acercan más a su yo. ¿Dónde está ahora su hogar? En la
casa familiar, en el que quiere construir en septiembre, o en un antiguo amor
que retoma. Quién sabe.
Dilemas que se
presentan y que no son más que el amenazante e insoslayable paso a una madurez
que duele. El miedo a palidecer por lo plano y casi monótono de la relación que
deja en Madrid con visos de hacerse más sólida o sucumbir y terminar
quebrándose ante fogosos encuentros con Pablo –con el que intuimos una relación
que no finalizó aún y que sigue latente–, pero con escasa proyección por su
situación laboral o imposibilidad geográfica.
Nunca vemos
carnalidad con Leo, ni despedidas con besos y latidos que ahogan, sino un
contacto con él que se reduce a audios a destiempo, casi obligados y llamadas
que nunca se realizan porque siempre ocurre algo que las solapa. Sin embargo,
con Pablo, desde el primer acercamiento en la playa bajo el agua, la conexión
es directa.
No hay
rostros, ni escuchamos su conversación, sino manos que se buscan, caricias
mutuas, piernas entrelazadas y pasión donde la “verbalización” se produce
mediante formas visuales, quedando muy patente que la historia ha brotado de
nuevo.
Una película
en la que la excelente interpretación y rebosante naturalidad de Katia Borlado
la vertebra completamente –cuyos diálogos parecen improvisados muchas veces–,
estando muy bien rodeada por Antonio Araque y Álvaro Quintana, como los hombres
que integran esa tríada efímera. Película muy bien narrada en lo visual y con
un pulso imperceptible, pero firme, que nunca decae y sabe mantener la
atención.
Llorente nos
habla de forma tranquila, transparente, jamás juzga, no hace falta. Es capaz de
contar con la sabiduría sutil y la seguridad de que esta historia
“intrascendente” nos va a llegar, porque se parece a episodios de nuestras
vidas y nos agarra fuertemente por ahí. Expone la indecisión de la chica, que
quiere a su novio por cómo la quiere a ella; la inseguridad y desesperación de
éste y la frustración del amante. Triángulo imposible, abocado al fracaso casi
desde el mismo momento en que se originó. Triángulo destinado a escindirse por
uno de los lados en cuanto llegue septiembre, la vuelta a la rutina, dejando
los sueños de verano como algo etéreo buscando la fisicidad de la
responsabilidad, del camino hacia la edad adulta, de conseguir desprenderse de
la emocionalidad del pasado. Llorar con ojos de niña ante una pantalla, pero
decidir como adulta tomar las riendas para madurar, en definitiva.
Porque un
proyecto de vida también podría transcurrir entre silencios desayunando, entre
una cotidianidad que no apriete demasiado, observando fotos, con el cigarro de
la discordia, con la linealidad de la pasión que sigue a la montaña rusa de los
inicios. Aprender a convivir con lo rutinario que espera a la vuelta de la
esquina. Alcanzar un engranaje vital y de convivencia que encaje las piezas
como esas sillas que construyen entre los dos. O no. En ese “me he
perdido” de Marta finalizando la película, en apariencia banal, subyace el eje
de la historia, una suerte de justificación silenciosa a lo ocurrido. Final que
parece definitorio, pero abierto, revelador del estado de incertidumbre que
atraviesa y que en otro momento podría aflorar, aunque las aguas parezcan
calmadas después de la tormenta.